
Dudar que la esencia de este Planeta tenga un componente mágico, o aún peor, no ser consciente de ello, es lo que lleva a la mayoría del género humano a pasar por esta vida sin disfrutar del más bello y sorprendente de los espectáculos: la Naturaleza.
Hace dos sábados la nieve transformaba el campo con un blanco manto mágico, y el sábado siguiente, un cendal de nubes se tiñe de colores para despedir el día y lavarse la cara en las aguas del pantano. Allí se suceden magentas, salmones, amarillos y azules en aquelarre de colores que pintan el cielo
Y verse allí, sólo, bajo ese palio lujurioso no tiene precio. Y el que pueda tener, aún con sangre, se paga.
Hasta la impávida piedra que asoma no quiere perderse el ocaso, y se queda boquiabierta y con los ojos atónitos, sin pestañear por no perderse ni un segundo de lo que allí acontece.
Ya he leído y escuchado de varios afamados fotógrafos, de cuyos nombres ahora no quiero acordarme, que fotografiar atardeceres es cosa de “fotografiadores” noveles y pueriles, amas de casa, jubilados y otras huestes similares. Que desde que existe la Tierra, cada día se pone el sol, que al año hay 365 atardeceres …. que un atardecer es sólo un atardecer.
Pues bien, mejor que piensen eso, que se vayan a fotografiar modelos en pelotas delante de fondos surrealistas, vendan sus fotos y sus libros, den conferencias y me dejen a mi aquí sólo, bajo el cielo, disfrutando atardeceres y soñando.