De vuelta de este largo puente por tierras leridanas con la tarjeta llena de bellas postales, el estómago en una tremenda batalla entre las faves catalanas y los caracoles a la brasa, y el congelador lleno de magdalenas de manzana.
Un puente rodeado de buenos amigos, algunos muy recientes y otros menos. Pero lo más alucinante, la hospitalidad de Rosamari y Benjamín. No sé cómo serán los esquimales, famosos por su inimaginable e inagotable hospitalidad, pero lo tienen difícil para superar a esta pareja.
Y aprovechando el viaje a Mollerusa y Miralcamp, hicimos noche en uno de los rincones más bonitos de España: Vall de Boí. En este precioso paraje, flanqueado por montañas nevadas, bien merece la pena esperar en uno de sus pueblos a que caiga el sol y le dé al hermoso valle un aspecto de ensueño, mágico, tiñéndolo de bellos colores.

Y cuando las nubes deciden coronar las cumbres de sus montañas, el paisaje se torna de blanco y negro, en una fiesta donde los matices de la nieve varían con cada rayo del sol, con cada nube que las cubre. El alma, se sobrecoge. Y el hombre se siente diminuto, insignificante ¿qué puede competir con semejante belleza?

En un valle donde la mano del hombre quiso competir con Dios, y erigió desafiante hacia el cielo monumentos al mismo Dios al que alababa. Iglesias que altivas se elevan por encima de los tejados de pizarra, que en la oscuridad de la noche se engalanan de luces para asombro de mortales, envidia de las estrellas. Torres de piedra que emergen del cementerio que habitan, donde cada noche las ánimas de los muertos trepan por sus escaleras, vértebras de madera, en busca de la gloria divina o quizá del beso de las estrellas.
Iglesia de Santa Eulalia, Erill la Vall, construida de tiempo y silencio.