Casi a punto de cumplirse un año (ya va haciendo tiempo) que estaba apoyado en la ventana del salón de Miacela, viendo nevar, absorto con cada copo de nieve que bajaba bailando la danza de la muerte.
Áquel era el lúgubre y solitario salón de Micaela. El baúl de mis recuerdos de infancia se abrió, y pude recordar el sonido de las palomas andando entre las tejas, el humo de las chimeneas por encima de los tejados nevados de invierno, el crujido del radiador que a duras penas llenaba de una tibia atmósfera la oscuridad de la casa de mi abuela, el aroma a aquellas sopas de ajo que despertaba mi estómago, mi infancia, mi despertar a la juventud, a la vida.
Y ahora, ya a punto de cumplirse un año, la abuela de cabellos grises y piel de melocotón ya no está allí, en el rincón de su salón, cubierta de la penumbra de los años y vestida de lana, para que sus brazos ya temblorosos no padecieran más el rigor del invierno.
Aquel día, de aquella semana santa, sólo hice tres fotos en su casa. Pero cada una de las tres fotos son como una puerta a mis recuerdos, a su recuerdo, un brutal empujón hacia la consciencia del paso del tiempo. Las canas que se han ido tejiendo en mi barba son, cada día que pasa, un puente que se va tendiendo hacia mis abuelos. Un puente a la memoria, un homenaje.
Sólo fueron tres fotos, tres. Pero cada una es la puerta a mis recuerdos, cada una es la llave que me abre el paso hacia la eternidad del recuerdo de la abuela gris, de cabellos nevados.
La vida me ha regalado un baúl lleno de piedras que ahora tengo que acarrear ladera arriba, desnudo y solo. Y cuando miro esta foto, entonces, se me aligera el peso y recuerdo, con los ojos humedecidos, aquellos tiempos de mi infancia en el calor del salón de Micaela, protegido por su gris chal de lana, oliendo sus cenas.
Que dura es la vida aquí afuera, abuela, que cruel. Que dulce y feliz era allí, sentado junto a ti, en tu rincón, viendo nevar fuera.