El estilo y la paciencia son cualidades, quizá virtudes, que se adquieren de la misma manera: se nace con ellas. Y lo que es peor, a menudo, necesitan del factor tiempo para manifestarse. Se pueden ejercitar, no lo dudo, y quizá, con perseverancia, se consiga algún progreso; más aprenderlas, se me antoja imposible.
Quien nace impaciente, muere impaciente. Quien nace sin estilo, muere sin estilo. ¡Qué crueldad manifiesta!
El estilo, en cualquier ámbito, debería ser una cualidad imperceptible a primera vista. El estilo de escribir, de pintar, de vestir, de andar, de amar, de vivir. El verdadero estilo está siempre al servicio del propósito, pero oculto. El estilo es algo que se percibe y no se ve, que cuesta a menudo definir. El estilo es el medio, no el fin. Es el atributo del mago que embauca sin que se repare en ello.
Cuando ocurre al revés, ya no es estilo, es amaneramiento o algo peor y más perfumado. Y si además se intenta copiar, es vinagre, no vino.
¿Cabe pues torpeza más grande que querer copiar un estilo y pretenderlo, encima, desde el primer instante?
Yo, pecador, no sé si tengo estilo. Pero lo que sí sé es que no tengo paciencia. Por ello todo lo que copié o premedité, lo tiré a la papelera.
Fotografía: este invierno nos regaló agua y nieve, y muchos días de niebla. No vi año, o no recuerdo haberlo visto, en el que el embalse de Santillana así rebosara. Esas ramas donde las rapaces posan pertenecen a unos enjutos y cadavéricos troncos, antaño árboles, y que en el estío, hasta su entronque con la tierra, en toda su longitud se muestran.