¡Qué dulce y brevísimo espejismo éste!. El amenazante oprobio, la premeditada y alevosa ignominia acechaban en la sombra como hampones, ¡el bilioso volcán, incubado con ira y rabia, estaba, al cabo, próximo a desbordarse de nuevo!
Siete días duró la tregua. El atrabiliario y altivo hechicero de la bata blanca había enviado su carnívora guardia de jayanes, metotrexatos y mercaptopurinas, oculta en diminutas pastillas a uno de los órganos que servían de despensa al resto, el agraz estómago. Allí aguardaron silenciosos como chacales, carroñeros y gregarios, al fúnebre cortejo de invitados, abalanzándose sobre los desprevenidos caballeros sin pronunciar una sílaba, barriendo a los moribundos a una laberíntica cueva conocida como hígado, donde se hacinaban los cadáveres en revuelto acervo. ¡Nadie hubiera adivinado que, como prueba de los protervos sentimientos y de la incivilidad del bárbaro hechicero de la bata blanca, aparecerían más tarde emborronadas en tinta sobre el pergamino de un laboratorio de análisis, con ojos vidriosos y vista empañada por el velo de la muerte, las lívidas cabezas de cuatromil leucocitos!
Se repite, entre lágrimas y lamentos, mi “noche toledana”.
Fotografía: una playa de Asturias que por torpeza no recuerdo, o quizá sea efecto de la noche toledana y su maquiavélica conspiración contra mi maltrecha memoria.
