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jueves, 30 de diciembre de 2010

El nido de termitas y la caja mágica

Anduve por aquel interminable pasillo perfectamente simétrico con puertas a ambos lados perfectamente idénticas. Sobre cada puerta una luz sempiternamente encendida; sobre cada puerta una sucesión de números que nunca se repetían, demencialmente alineados y relucientes. De vez en cuando un ser fantasmagóricamente vestido de blanco y sin rostro se cruzaba en mi camino sin articular palabra, sin ademán, sin gesto.

203, y abrí cauteloso la puerta que estaba cerrada. Allí yacía postrado en una cama de blanquísimas sábanas con anagramas indescifrables el Hombre Más Fuerte del Mundo. Un perturbador tubo de plástico le salía de la nariz y, como la trompa de un elefante hambriento, serpenteaba por la habitación hasta encontrarse con una bolsa llena de una pasta incolora, inodora, insípida. Indescriptiblemente aséptica pero vital. Unos crueles y ya mugrientos esparadrapos aseguraban aquel apéndice elefantino en la lacerada fosa nasal del Hombre Más Fuerte del Mundo. “Mañana”, me dijo entrecortado y ahogándose en sus flemas, “me esculpirán una boca en el vientre …”. Una estruendosa tos rasgó el silencio de la habitación. “… y podré comer”.

Sus nervudas manos, desmayadas y sin ningún vigor, se apoyaban sobre las sábanas a la altura de sus muslos. Sostenían testimonialmente dos mandos llenos de botones encriptadas y de colores, que a buen seguro no tendría fuerzas para pulsar llegado el caso. Un ejército maldito de termitas le había anidado en el cuerpo y se había extendido por todos sus músculos, devorando en días lo que decenas de años habían construido el gimnasio y los batidos de proteínas. Esos infames bichos le habían destruido ya los hombros, los abdominales y quién sabe qué festín se estaban dando con sus entrañas.

“En unos meses podré comer y volveré a andar”, murmuró el Hombre Más Fuerte del Mundo volviéndose a ahogar con un ensordecedor estrépito, como queriendo sacudirse la jauría que le estaba arrancando la vida a cada dentellada.

Y me despedí del Hombre Más Fuerte del Mundo con un adiós que era un hasta nunca.

Angustiado y compungido decidí buscar una caja mágica para olvidarme de aquella escena y huir del nido de termes. Pero antes de abrirla debía de seguir las instrucciones: “Sube a los Canchales por el camino cubierto de nieve. Siéntate en una roca y cuando un rayo de sol te alcance abre la caja e invoca a Guadarramiellas”. Así lo hice. Y fue entonces cuando el cielo se cubrió de algodones, una fina lluvia empezó a mecer el agua de los charcos que se habían formado en las oquedades de las rocas, el sol calentaba mis mejillas y en las cumbres relucía esplendorosa la nieve.


El tiempo se detuvo. Comprendí que el nacimiento es dolor, envejecer es dolor y la muerte es dolor. Pero que aquello que tenía ahora delante de mi siempre había estado allí.



1 comentario:

Rafa dijo...

La foto es buena José Luis, pero el texto me ha dejado tocado. Simplemente soberbio. Un abrazo.