Y escuchó, barriendo su eco por el horizonte, miles de pasos como el suyo.
Y escuchó el silbato del tren blanco que se abría paso entre la niebla.
Y vio miles de lobos blancos corriendo por la estepa, siguiendo aquel tren. Siguiendo el rastro de su estirpe, la estirpe de la muerte blanca.
Y recordó al lobezno blanco, y lloró. Y corrió, y corrió.
El cansancio lo derribó y sus patas se quebraron. Convulso y perdido, bajo su cuerpo sudado una gran grieta se abrió. Pasó el tiempo, el tiempo pasó. Lento y lascivo.
Cerró los ojos y recordó. Patinar por el hielo, arrastrando la nieve, jugueteando como cuando era crío. La sonrisa de su madre. La mirada de la luna. El beso cálido de una mañana de estío.
Y allí quedó, dormido sobre el hielo. Inmóvil. Frío. Escuchando el eco del tren y muchos pasos como el suyo. Y recordó el nombre de su estirpe.
Y ya no se movió. Se quedó para siempre dormido.

No hay comentarios:
Publicar un comentario